jueves, 13 de marzo de 2014

Trolebús, ¿una aventura fascinante?


El lunes después de varios meses de no ocupar el trolebús, tuve que ocupar este servicio,  y así fue:  La tarde se tornaba oscura, el cielo se hacía cada vez más gris, caminaba  a paso apresurado porque empezaba a chispear, al llegar a la parada del trole ubicada en la plaza de Santo Domingo en el centro de Quito.

 Había muchísima gente amontonada esperando a ingresar, entre todas esas personas había  una viejita de unos 82 años esperanzada que alguien le de paso y preferencia para ingresar, solo a la estación, me acerque a ella y le cedí mi puesto, como no era para menos muchos empezaron a gritar que”no se cole que no se cole” “aquí todos hacemos fila”, ya ingresamos y si afuera había gente no se diga adentro.

Lo que observe es que aun se mantiene por lo menos el orden en las filas preferenciales, tras varios minutos haciendo fila llego el primer trole  de color rojo su ruta solo llegaba a la parada de El Ejido, y veía repleto decidí esperar otro por precaución  y comodidad, la espera se hace interminable  y los segundos parecían horas y más cuando uno está de apuro así lo asegura Gina Cevallos quien utiliza este transporte a diario.


La espera terminó y  la unidad 86 de color verde llegó, la primera apariencia que da este transporte es de dos buses unidos en la mitad, al entrar una voz  masculina da la bienvenida e informa cual será la siguiente parada, recomendando cuidar las pertenencias personales, no había ningún asiento, así que con una mano en el bolso y otra en la ventana procuraba no caerme, estar en este transporte se vuelve una experiencia un poco divertida, sin querer empiezas escuchar lo que la gente conversa y  como se queja de este servicio.


Otra vez la voz masculina que me recibió al subirme se escuchó, esta vez para pedir a los usuarios ceder los asientos a mujeres embarazadas, pero para muchos “caballeros” les entró por la una oreja y les salió por la otra.


En mi corto recorrido escuche  tantas cosas el llanto de los niños,  el ronquido de quienes dormían, las bocinas de los autos que no paraban de sonar, y mire de forma muy detenida como jóvenes y adultos cuidaban sus carteras y pertenencias.

Llegue a la parada La Alameda y lo que nunca falta son los vendedores, quienes piden dinero o quienes cantan, esta vez fue el turno de un señor cieguito que nos deleitó con canciones como “Fatalidad” del Ruiseñor  de América, pese a su discapacidad pocas son las personas que colaboraron y casi que salió con sus manos vacías, mi recorrido terminó y mi experiencia también dejándome como recuerdo la variedad de olores buenos y malos y la resignación de que tarde o termprano volveré a ocupar  este servicio.

 

 

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